Pasajes de "La leyenda negra", de Julián Juderías
Leyendo nuestros anales se echa de ver que si ha habido un principio dominante en nuestra historia, más dominante que en la historia de otras naciones, es el de la intervención del pueblo en los negocios públicos, dando a la palabra pueblo un sentido amplio capaz de abarcar todos los elementos ajenos al poder real. Lo prueba antes que nada el carácter electivo que en un principio tuvo la dignidad real. “La elección popular era en España, ha dicho Du Hamel, el principio constitutivo del trono, y componiendo de hecho los Concilios en los primeros tiempos la representación nacional, por consentimiento de los pueblos, se hallaron, por consecuencia, en posesión del derecho de nombrar soberano”.
El IV Concilio de Toledo, presidido por San Isidoro sentó el principio de que nadie sería rey sin que precediese su reconocimiento por los Concilios y de que una vez reconocido como tal, nadie podría atentar a su vida bajo pena de excomunión. Es en esencia el mismo principio que rigió después y que sigue rigiendo hoy con las alteraciones de forma introducidas por el tiempo. La monarquía absoluta, la monarquía de derecho divino, puede afirmarse que no ha existido en nuestra patria y que el derecho divino de los reyes, su autoridad absoluta, comenzaba en el punto y hora en que la representación nacional sancionaba su derecho a ocupar el trono y por ende le trasmitía el poder para gobernar el reino. La monarquía electiva se transformó en España en monarquía hereditaria de una manera lenta e insensible y se había admitido como una costumbre antes de que la ley sancionase el cambio. De dos medios se valieron los reyes para conseguirlo: poniendo en vigor antiguas leyes godas o adoptando procedimientos adecuados a los tiempos y a las circunstancias.
Demuestra lo dicho la importancia extraordinaria que tuvieron siempre en nuestra patria las representaciones nacionales llámense Concilios, como los de Toledo, Curias o Juntas mixtas como las de los primeros tiempos de la monarquía cristiana, o Cortes como las sucesivas a partir del siglo XII. La intervención del estado llano en las asambleas nacionales, que es lo que caracteriza las verdaderamente populares, comienza en las celebradas en Burgos en 1169. Desde entonces el estado llano, los representantes de las villas y ciudades no dejan de asistir a ellas. Quedaron, pues, las Cortes constituidas en Castilla por el clero, la nobleza y los personeros, mandaderos o procuradores de las villas, ciudades. Debía reunirse la asamblea en el lugar que el rey designase, pero no en plaza fuerte donde la libertad de los procuradores se hallase cohibida por la fuerza militar y disfrutaban los mandatarios de una inviolabilidad que comenzaba el día en que marchaban a las Cortes y terminaba el en que regresaban a sus casas. Reuníanse las Cortes para presenciar el juramento de los reyes y príncipes y jurarles a su vez, para votar los impuestos, para hacer súplicas al monarca y para conocer de los asuntos graves como paces y guerras. No tenían, sin embargo, participación en la potestad legislativa, aun cuando, poco a poco, la costumbre les fue otorgando intervención en la redacción de las leyes. En Cataluña, comienzan las Cortes en 1064 con las celebradas aquel año en Barcelona; en Aragón, con las de Jaca en 1071; en Navarra, con las de Huarte Araquil en 1090, y en Valencia, con las de 1239, reunidas un año después de reconquistada la ciudad y el reino por los aragoneses. Las Cortes aragonesas, navarras y catalanas se diferenciaban de las de Castilla en un punto esencial: en que compartían con el monarca la potestad legislativa, es decir, que gozaban de las mismas facultades que las asambleas modernas. Como vemos, el régimen parlamentario, entendiendo por tal la intervención directa de la nación en los asuntos del Estado, el derecho de que los impuestos sólo pudiesen cobrarlos los reyes después de votados por los representantes de los que iban a pagarlos, y, sobre todo, la participación más o menos directa en la redacción de las leyes y en la validez de las mismas, existió en España mucho antes que en los países que nos califican de atrasados y de sometidos al yugo clerical o al de los monarcas. En Inglaterra el parlamento no quedó constituido hasta el siglo XIII y el model Parliament del rey Eduardo no fue convocado hasta 1295, cuando ya llevaban casi un siglo asistiendo a las Cortes nuestro procuradores mientras que en Francia, según confesión de Guizot, los Estados generales nada representaron en la gobernación del país y su primera asamblea legislativa fue la de 1789. “La constitución –dice Du Hamel- siguió compuesta de los triples elementos del torno, la aristocracia y la democracia, tan útiles a las sociedades cuando los tres están combinados en justa y exacta proporción. Bajo su imperio llegó España a un grado de prosperidad y de civilización superior al de otros Estados del continente, época que resume tan juiciosamente Robertson, el célebre historiador del emperador Carlos V, con estas palabras: “La España tenía al principio del siglo XV un grandísimo número de ciudades mucho más pobladas y florecientes en las artes, en el comercio y en la industria que las demás de Europa, a excepción de las de Italia y de los Países Bajos que podían rivalizar con ellas”. El mismo escritor añade en otra parte: “Los principios de libertad parece que fueron en esta época mejor entendidos por los castellanos que por nadie. Generalmente poseían estos sentimientos más justos sobre los derechos del pueblo y nociones más elevadas acerca de los privilegios de la nobleza que las demás naciones. En fin, los españoles habían adquirido ideas más liberales y mayor respeto por sus derechos y sus privilegios; sus opiniones sobre las formas del gobierno municipal y provincial, lo mismo que sus mirar políticas, tenían una extensión a la que los ingleses mismos no llegaron hasta más de un siglo después.
La Constitución aragonesa ha merecido grandes elogios de los tratadistas extranjeros, Prescott llama al Justicia “barrera interpuesta por la Constitución entre el despotismo por una parte y la licencia popular por otra” y Pruth dice en la Historia universal, de Oncken, que la organización política de los aragoneses fue la única de la Edad Media que puede compararse con las Constituciones modernas.
Pero si todo esto revela el espíritu de independencia de los españoles y destruye no pocos argumentos de los escritores extranjeros en punto a su sumisión y a su servilismo ante el rey o la iglesia, era también causa no pequeña de debilidad. Los privilegios obtenidos por la nobleza y su derecho a abandonar el servicio del rey, reconocido en las leyes antiguas, y los privilegios obtenidos por los concejos y consignados en los fueros municipales, consecuencia necesaria unos y otros del estado constante de guerra, determinaron la existencia en la península de multitud de Estados pequeños dentro de cada uno de los grandes, señoriales los unos, concejiles los otros, con facultades ambos para tener tropas, pactar alianzas e imponerse al poder real hasta el extremo de hacerlo ilusorio. El individualismo de la raza se desarrolló portentosamente durante aquellos tiempos y causa verdadero asombro el más ligero examen de aquella sociedad, que tenía, sí, una idea común, la guerra contra los infieles, pero que se hallaba dividida y subdivida hasta el infinito por leyes, fueros, privilegios y rivalidades que hacían imposible la coordinación de tantas y tan robustas energías. De aquí que la labor de los reyes consistiera, necesariamente, en la destrucción de los obstáculos que se oponían a su autoridad. La labor fue dura y lenta. Tropezó con innumerables obstáculos y no se consiguió en Castilla hasta una fecha relativamente reciente; en Aragón y Cataluña la uniformidad legislativa se obtuvo antes, pero todavía quedaba por realizar en el siglo XV la fusión de aquellos elementos políticos discordes y a esta obra se consagraron los monarcas apelando a los procedimientos más distintos.
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