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Los Reyes Católicos y los judíos (quinta y última parte)



31 de marzo de 1492

En la tradición historiográfica judía se ha conservado conciencia de que la decisión de expulsarlos de España estaba tomada desde mucho tiempo antes, pero que se esperó hasta el fin de la guerra de Granada para no privarse de los beneficios económicos que se estaban obteniendo. Menos verosímil es otra versión que pretende que Isabel, muy presionada por Torquemada, era muy partidaria de la medida, pero que costó trabajo convencer a Fernando. La documentación conocida no permite sostener tales diferencias; marido y mujer aparecen, en este asunto, absolutamente unánimes. Ambas noticias quedaron después envueltas en muchos relatos fantásticos y legendarios. Pero subsiste el hecho de que, generación tras generación, el odio a la memoria de Isabel se ha conservado incólume y sin variaciones apreciables. Los cronistas cristianos se limitan a decir que el rey y la reina, movidos por el convencimiento de que se hallaba en peligro la fe, decidieron firmar el decreto. 

Tras las investigaciones de Maurice Kriegel y otros historiadores muy recientes, se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que el texto del famoso decreto fue redactado por Torquemada. Luego, por su propia autoridad, el inquisidor general amplió el plazo que se diera para la salida a fin de cubrir la diferencia entre la firma y la publicación. Fue pregonado en Granada el mismo día 31 de marzo, pero en otros lugares del reino transcurrió cierto tiempo antes de que se diera a conocer. La cancillería aragonesa lo registró por tratarse de un documento que afectaba también a los reinos de la Corona. 
A fin de asegurar la legalidad de la medida se establecían en el decreto las tres siguientes condiciones:

  1. Se había comprobado la existencia de dos delitos sociales cometidos por los judíos y de consecuencias muy graves: usura y herética pravedad. Los medios empleados para combatirlos habían resultado hasta entonces ineficaces, por lo que no existía otro recurso que eliminar la fuente de la que procedían. 
  2. Se otorgaba un plazo de cuatro meses antes de hacer efectiva la salida, considerado como tiempo suficiente para tomar una decisión: los que recibieran el bautismo o retornaran con propósito de recibirlo, quedaban integrados en la comunidad del reino sin diferencia alguna. 
  3. Reconocimiento de la plena propiedad y disponibilidad de todos sus bienes, muebles e inmuebles, sometiéndose desde luego a las leyes del reino que prohibían la salida de oro, plata, caballos y armas; de modo que podían llevar su capital en letras de cambio o en mercancías de libre circulación. Esa segunda opción resultaba ventajosa para quienes tenían posibilidades de comerciar. Ninguna de estas cláusulas se habían aplicado en anteriores expulsiones -Inglaterra, Francia, Austria-, ni tampoco en las persecuciones religiosas y antisemitas cercanas a nosotros. 

Como en la aplicación del decreto y en otras disposiciones posteriores se especificaron con detalle las ventajas que acompañaban a la conversión -entre otras, la de quedar a salvo de cualquier acusación inquisitorial-, es evidente que el objetivo perseguido era la erradicación del judaísmo y no la salida de los judíos. Recurriendo al absurdo podríamos llegar a decir que si todos los miembros de la comunidad hubiesen optado por el bautismo, no podríamos hablar de expulsión. Pero la comunidad judía española, víctima de persecuciones y violencias, se había depurado adquiriendo firmeza en la fidelidad a su religión. La respuesta, por tanto, iba a enderezarse por caminos distintos. 

Como los otros altos dirigentes, siguiendo el ejemplo de Seneor y del rabí Mayr, se bautizaron, Isaac Ben Judah Abravanel se encontró al frente de la comunidad y un poco responsable de la misma. Los reyes le mostraron su favor otorgándole condiciones muy especiales -un finiquito de todas sus deudas y una licencia singular para sacar oro y plata procedentes de sus bienes- que habrían de permitirle alcanzar con sus hijos, una holgada posición en Italia, conservando incluso condiciones de interlocutor válido tras el destierro. Años más tarde, cuando vivía fuera de España, reveló a sus amigos y parientes que durante su estancia en Santa Fe, aclarando las cuentas, había efectivamente negociado un permiso de residencia de algunos años más, pagando por él. De ahí nació la leyenda de que, advertido Torquemada, se presentó éste ante los reyes y arrojó sobre la mesa un crucifijo recordando que Judas había vendido a Jesús por treinta monedas y ellos iban a hacerlo por treinta mil. Las novelas suelen tener un fondo real. 

Importa mucho recoger aquí la exposición de motivos con que comienza el decreto, ya que constituye la “versión oficial” acerca de todo el proceso. No tenemos que recurrir a suposiciones, pues sabemos cómo enfocaban el asunto los autores de la declaración. Toda ella tiene un contenido religioso de acuerdo con las tesis de los inquisidores. Los Reinos se hallaban bajo la gravísima amenaza de la “herética pravedad”; si no se eliminaba, llegaría a destruir a la sociedad cristiana. Los motivos de las Cortes de Toledo para imponer una radical separación se fundaban en que la convivencia favorecía “el mayor de los crímenes y más peligroso y contagioso”, pues “se prueba que (los judíos) procuran siempre por cuantas vías y maneras pueden subvertir y sustraer de nuestra santa fe católica a los fieles cristianos”. De este modo quedaba establecido el principio de la maldad congénita del judaísmo y de quienes lo practicaban. 

Hasta aquí la exposición de los motivos. Inmediatamente después se pasaba a explicar las medidas adoptadas, de tal forma que pudieran sostener el principio de que se había procedido siempre de acuerdo con las leyes del reino. Los judíos, que no eran parte del mismo y, por consiguiente, entraban en la categoría de simples moradores, dispondrían de cuatro meses para preparar y efectuar su salida, la cual podían evitar únicamente dejando de ser judíos para convertirse en cristianos. Se les garantizaba la libertad personal y la disponibilidad de bienes por medio de un seguro real, el más fuerte que las leyes contemplaban. 

¿Creyeron los Reyes Católicos que, dadas las condiciones indicadas, muchos judíos iban a optar por el bautismo? Imposible dar una respuesta. Lo único que conocemos con certeza es que, durante los cortos meses hasta la salida, hubo intensificación en las predicaciones, de acuerdo con el programa lulliano. Se conserva un documento muy significativo, que se refiere a las aljamas de Torrijos y Maqueda: el licenciado Luis de Sepúlveda, en nombre de los reyes, prometió a quienes se convirtiesen la exención de impuestos durante varios años y la salvación absoluta respecto a cualquier proceso inquisitorial. A los judíos importantes que se bautizaron servían de padrinos los propios reyes o los grandes de la Corte, proporcionándoseles además apellidos que permitían la inmediata adscripción a la nobleza. Así Abraham Seneor pasó a llamarse Fernando Núñez Coronel, fue regidor de Sevilla, miembro del Consejo Real y tesorero mayor del Príncipe de Asturias; su yerno, Mayr, tomaría el nombre de Fernando Pérez Coronel. Se procuró una integración de los neófitos, de acuerdo con su nivel, en la sociedad cristiana. 

Es absolutamente imposible conocer el número de los que se convirtieron o cuántos regresaron para ser cristianos después de la salida. A estos últimos otorgaron los reyes una condición: podían recuperar todos los bienes que hubiesen vendido pagando por ellos exactamente la misma cantidad que percibieran. Era importante ya que muchos especuladores se habían aprovechado de los apremios de la expulsión. Algunos conversos acudieron en ayuda de sus parientes haciéndose cargo de sus propiedades para venderlas luego con tranquilidad, sin malbarato. De todo tenemos noticia, pero sin la posibilidad de convertirla en cifras. Tampoco estamos en condiciones de conocer cuántos se fueron. Los historiadores judíos tienden a exagerar el número: las cifras imaginadas por Netanyahu no resisten el menor análisis. Itzhak Baer, utilizando noticias de Bernáldez, calcula el número de residentes en España en 200.000, de los que se habrían bautizado 50.000, saliendo en consecuencia 150.000; pero esto también resulta excesivo si se tienen en cuenta datos cronísticos de la salida hacia Portugal y Navarra o de los embarques a Marruecos e Italia que se cuentan por centenares. De acuerdo con los datos fiscales, había en Castilla unos 15.000 hogares judíos, aun atribuyéndoles coeficientes muy altos, es imposible que superasen los 80.000 individuos. Al sumar a éstos los residentes en la Corona de Aragón, nos encontramos con un techo de 100.000. Miguel Ángel Ladero piensa que debe rebajarse esta cifra y seguramente tiene razón. Es indudable que la mayoría prefirió el dolor del exilio a la conversión. 

La salida tuvo el tono de un exilio bíblico; era España la nueva Misraim; se entonaron los cantos del destierro y se desplegó el apoyo solidario. La mayor parte de los judíos cruzó la raya de Portugal, donde su estancia quedó limitada en tiempo y espacio. Unos pocos se refugiaron en Navarra desde donde hubo un permiso para viajar hasta los puertos mediterráneos. Los que llegaron a Marruecos fueron objeto de increíbles vejaciones. De modo que los que corrieron mejor suerte fueron los que pudieron instalarse en Italia -nunca se expulsó a los judíos de los Estados Pontificios- y sobre todo en el Imperio turco y Próximo Oriente, identificándose a sí mismos como sefardíes, una palabra que significa solamente españoles. Han conservado, hasta hoy, una lengua derivada del antiguo castellano, con fuertes intrusiones turcas y eslavas, que se conoce como “ladino” (latín). 

Algunos testimonios fehacientes nos ayudan a comprender cuál era el sentir de la época. Escribe el cronista Andrés Bernáldez, que los vio pasar: “ved qué desventuras, qué plagas, qué deshonras vinieron del pecado de la incredulidad”. De modo que las desdichas de los judíos eran consecuencia de su empeño en permanecer en su fe. Los maestros que formaban el Claustro de la Universidad del Estudio General de París se reunieron para redactar una felicitación a los monarcas españoles que habían decidido, al fin, adoptar la “sabia medida” que sus propios reyes tomaran un siglo antes. En Roma el papa Alejandro VI ordenó celebrar fiestas corriendo toros al uso de su tierra. 

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