Cuando el farmacéutico Giral, en la noche del 10 al 11 de julio, asumió la presidencia recibida de manos del acobardado Gran Oriente de la Masonería, Martínez Barrio, no solo entregó a la plebe todas las armas disponibles, sino que al mismo tiempo la estimuló a que realizara cualquier acto delictivo con el único fin de eliminar a sus enemigos.
Así fue, pues, como se llenaron las celdas de la cárcel Modelo tan deprisa que, ya desde los primeros días, hubo que preparar más espacio para poder hacer frente a esa afluencia continua. De momento, las reclusas de la nueva Cárcel de Mujeres fueron llevadas a un convento situado en el centro de Madrid, en la plaza de Conde de Toreno, y a cuyas monjas se las puso, sin más, en la calle. En esta cárcel “conventual” pronto se encontraron señoras pertenecientes a la élite del mundo femenino, de la buena sociedad de Madrid, junto con mujeres de la vida que aún tenían delitos pasados por expiar. A las vigilantes les divertía mucho mezclar a las primeras con las últimas en una estrecha celda.
La orgía de las detenciones seguía su curso, y el número de tribunales secretos, carentes de todo control o intervención estatal, iba creciendo de día en día con su secuela de asesinatos. Poco a poco se iban conociendo numerosas “checas”, como las llamaban los españoles. En calidad de jueces actuaban, en parte, golfillos de dieciocho a veinte años. Fue entonces cuando una primera catástrofe carcelaria provocó una protesta extranjera. La siguiente descripción proviene del informe de una testigo visual de toda confianza, y a la vez, interesado en los hechos.
El 22 de agosto de 1936, una “tropa” de delincuentes comunes, vestidos de milicianos, irrumpió en la Cárcel Modelo con el pretexto de efectuar un registro en busca de armas; despojaron a cada uno de los presos de todos sus objetos de valor: relojes, alianzas matrimoniales, plumas estilográficas, así como recibos de dinero depositado, llevándoselo todo en sacos. En las oficinas de la cárcel también se apropiaron de todo el dinero existente, y quemaron los libros para evitar cualquier posible reclamación por parte de los despojados. Dado que éstos sumaban más de cuatro mil, puede uno hacerse a la idea del brillante éxito de la “meritísima operación anticapitalista”.
De repente, los presos, que se hallaban concentrados en los cinco patios del establecimiento, mirando con preocupación cómo el fuego avanzaba rápidamente a su alrededor, fueron objeto de un tiroteo procedente de los tejados y balcones de las casas circundantes, así como del tejado de la propia cárcel. No podían escapar de los patios hacia el interior del edificio, porque las puertas sólo permitían el paso de una sola persona a la vez, de modo que el amontonamiento que se producía entrañaba grave peligro de muerte por aplastamiento o asfixia. Los pobres hombres procuraban protegerse de los disparos, apretándose contra los muros situados en los ángulos muertos. A pesar de todo, buen número de ellos murieron; unos sesenta de los más importantes políticos y militares fueron arrasados afuera por los milicianos y muertos a tiros en los jardines próximos a la prisión. Habían sido entregados por el gobierno a las milicias marxistas y anarquistas para que les dieran muerte y quedaran así satisfechas las pretensiones de reducir el excesivo número de los detenidos que abarrotaba las prisiones.
Una verdadera ansia de matar había embriagado y dominado al populacho. Los “funcionarios” no aparecían por ninguna parte. El directos había desaparecido, permitiendo con esta actitud que los acontecimientos siguieran su curso. Las mujeres y los niños andaban por los alrededores haciendo comentarios soeces acerca de los cadáveres de los ex ministros asesinados.
Al cerrarse la noche, los “animosos” tiradores del tejado gritaron a sus indefensas víctimas de los patios de la prisión: “¡Mañana por la mañana continuaremos hasta que no quede uno vivo!”. Puede uno imaginarse el estado de ánimo con que aquellos hombres medio muertos de hambre pasaron la noche tumbados, pegados a las paredes. Los sacerdotes que había entre ellos les daban la absolución y los preparaban para la muerte que les llegaría por la mañana. Uno tras otro se aventuraban, en el transcurso de la noche, a llegar hasta una fuente para beber; reinaba el calor ardiente típico de Madrid, y hacía ya treinta y seis horas que no habían probado nada. Y así esperaban que llegara la mañana y continuara el tiroteo.
El señor Giral y sus ministros podrían mostrar semblantes preocupados, pero les faltaba valor para tomar una decisión. Tenían demasiado miedo al fantasma que ellos mismos habían conjurado. En estas circunstancias, en plena noche se presentó el Encargado de Negocios de Gran Bretaña en el Ministerio de Marina (donde se había reunido el Consejo de Ministros a deliberar tras los sacos terreros con que se protegían) y exigió enérgicamente en nombre de la humanidad el cese sin demora de semejante monstruosidad.
Tan pronto como el gobierno se atrevió a dar señales de vida, se redujo el alboroto, lo que prueba que había estado muy en su mano evitar tales sucesos.
Se constituyó un Tribunal semioficial con miembros de diferentes partidos, pero sin ningún juez estatal de carrera, en el domicilio social de un club distinguido de la calle Alcalá que, a partir de entonces se denominó la “Checa de Bellas Artes”. El procedimiento se abreviaba muchísimo y terminaba, cuando no podían mediar influencias de los partidos “populares”, cuanto más brutalmente mejor y, en la mayoría de los casos con el “paseo” nocturno. Esta checa no se ocupaba de las personas ya encarceladas, sino de los nuevos detenidos que se producían a diario y que desde allí salían, la mayor parte de las veces, dentro de las veinticuatro horas siguientes, volviendo a la libertad o a las cunetas de los alrededores, y solo en pocas ocasiones a una prisión. La policía estaba confabulada con esa checa y ocasionalmente con otras, ya que sucedía a veces que les entregaban detenidos en lugar de conducirlos a las cárceles estatales.
La famosa “Checa de Fomento 9”
La checa de la calle de Alcalá se mantuvo en servicio sólo durante poco tiempo. En cierto modo estaba allí algo así como para exhibir “la justicia del pueblo”.
De allí pasó a la calle Fomento nº 9, al palacio de un conde, en un rincón del viejo Madrid. Durante el otoño de 1936, esta expresión -“Fomento 9”- alcanzó en Madrid resonancias tan terribles que a cualquier madrileño se le ponía la carne de gallina con solo oírla. Quienes ahí iban a parar, solo en casos excepcionales salían con vida. Aquello era una auténtica “leonera”, y conste que no quisiera con ello insultar a los leones. Quienes eran conducidos a Fomento 9, quedaban encerrados en celdas, en el sótano, y al cabo de cuarenta horas como máximo eran llevados ante el “tribunal”. Éste celebraba sesión cada noche. De madrugada se daba a conocer y se ejecutaba la sentencia. Al condenado lo “cargaban” en uno de los automóviles ya dispuestos para el caso y, en cualquier carretera de los alrededores, lo “invitaban” a bajar y lo mataban a tiros. A otros, les “ponían” en “libertad”, a saber; en plena oscuridad de la noche, a la salida del edificio, unos milicianos muy serviciales les invitaban a montar en su vehículo, para llevarlos a casa, y ya no se les volvía a ver.
A petición de las organizaciones políticas y, probablemente, también de otros elementos de la peor ralea, la policía facilitaba “cédulas” o “certificados de libertad”. Con dichos “documentos”, cada noche los milicianos sacaban presos, de uno u otro establecimiento penitenciario, y les daban el “paseo”. En la cárcel correspondiente se registraba en la ficha del desgraciado así “liberado” la palabra: “Libertad”, de modo que, al efectuar nuestras comprobaciones, teníamos que averiguar la distinción entre la libertad “terrena” o la “eterna”.
En los primeros días de noviembre de 1936, se me presentó la ocasión de visitar la famosa “Checa de Fomento 9”. Me acompañó el Delegado el Comité Internacional de la Cruz Roja. Habían detenido y llevado a esa checa a un miembro del servicio doméstico de la embajada del Japón, y una vez en ella peligraba su vida como la de quienquiera que la pisara. El embajador del Japón había dirigido al gobierno varias reclamaciones por telégrafo sin fruto alguno. Se dirigieron a mí con el ruego de que lo sacara, y yo me decidí a agarrar el toro por los cuernos y contemplar personalmente semejante antro.
Cuando llegamos, nuestro coche produjo enorme sensación entre el personal de guardia de la puerta. No daban crédito a sus ojos, no concebían la posibilidad de ver un auto del Cuerpo Diplomático aparcado donde solamente lo hacían los destinados a “dar los paseos”. Dentro estaban las estancias, descuidadas, llenas de milicianos que corrían de un lado para otro y cuyo aspecto patibulario no inspiraba confianza alguna. La atmósfera estaba a tono; el terror en cierto modo estaban en el aire, y el miedo a la muerte que habían experimentado innumerables víctimas continuaba “palpándose” y cortando el aliento.
Era muy difícil para los miembros de un partido sacar de la prisión durante la noche a las personas que querían con el fin de tomarse sobre ellas la justicia por su mano. Una mañana de octubre visitaba yo a algunos señores en San Antón; uno de ellos me describía la terrible situación en que se encontraba un teniente coronel, antiguo preceptor de uno de los hijos de Alfonso XIII. Aquella misma mañana le habían amenazado gentes del pueblo del que era originario con irle a recoger la noche siguiente a la cárcel para darle el “paseo”. Pretendían con ello darle la ocasión de “saborear” anticipadamente durante muchas horas el triste fin que le esperaba. Pedí poder ver a ese hombre y le prometí mi ayuda para evitar su asesinato. Primeros cedí al ministro vasco Irujo, que en una visita anterior me había prometido apoyar mis esfuerzos humanitarios. Pero ya se había trasladado a Barcelona con el presidente Azaña. Me fui luego, por la tarde, a ver al ministro de Aviación Indalecio Prieto. Era el hombre clave del Partido Socialista. Su orientación moderada, frente a la extremista de Largo Caballero, había quedado como en la retaguardia de la vorágine del proceso revolucionario.
Seis mujeres desaparecen sin dejar rastro
La Guardia Civil había sido “politizada” en la zona roja, poco después de estallar la Guerra Civil, y quedó rebautizara como “Guardia Nacional”, ya que los padres del nuevo desorden odiaban hasta su venerable nombre.
En su lugar llenaron el Cuerpo de bolcheviques asiduos que no necesitaban cumplir las condiciones antes indispensables, sino únicamente acreditar con su pasado que llevaban en la sangre los “nuevos conceptos del servicio y del derecho”. Esta gente había tenido ya relaciones con la Guardia Civil de antes, en muchas ocasiones, pero como “objeto”, es decir, como delincuentes y no como “sujeto”, no como guardias.
En realidad, la policía procuraba no entorpecer el entramado de las checas secretas, y hasta en muchos casos participaba en sus manejos, como luego tuve, con frecuencia, la ocasión de comprobar.
En el fondo, el gobierno aprobaba los horrores de las “bandas”, pero creía salvar su responsabilidad haciendo como que no podía dominarlas.
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