Relato de un preso
Lo que ocurría por entonces en las prisiones puede deducirse de la descripción de dos jornadas carcelarias en Ventas, escrita por uno de los presos. Éste nos facilitó una visión de conjunto de sus vivencias mediante un álbum ilustrado con dibujos, que nos entregó después de salir de la prisión y cuando ya estaba refugiado en la Legación de Noruega. Decía así:
“Nunca se me olvidará. Eran las doce del medio día del 30 de noviembre de 1936. En nuestra celda, como en las demás, se presentaron “un grupo de individuos” acompañados de algunos jóvenes con pistolas y, con ellos, uno que se presentaba como Jefe, y que debía de ser un comisario de la Checa de Fomento 9, comunista. Con ellos entraron en las celdas dormitorio dos vigilantes de los presos, así como un jefe de milicianos llamado Díaz, cuya presencia en relación con este ‘episodio’ nadie podía explicarse, aunque más adelante pude experimentar, de modo directo, cuál era la razón de su aparición entre nosotros”.
Una vez efectuado el recorrido, hicieron formar a los presos como para pasar lista en el centro de la galería, donde con gestos extraños se reunió junto a nosotros y entonces comenzó a hablar el comisario: “¡Salud a todos! (“Salud” es el saludo bolchevique, con el puño cerrado y en alto). La República se ve amenazada por el fascismo, que ha intentado suprimir la libertad del pueblo e imponerle su yugo. El gobierno legítimo de la República reclama de vosotros que, en la medida de vuestras fuerzas, la defendáis con el fusil, con el pico o con la pala, llenando sacos terreros o abriendo trincheras. El que esté dispuesto, ¡que de un paso adelante!”
Se produjo un silencio impresionante, un cruce rapidísimo de miradas. Unos ochenta dieron el paso adelante; otros veinte se quedaron donde estaban, entre ellos yo. En ese momento mi vida pendía de un hilo. Entonces, el ya mencionado Díaz, con ademanes medrosos y procurando pasar inadvertido, se puso discretamente de mi y me susurro: “¡Da el paso, de ello depende tu vida!”. Di ese paso al frente y, al verlo también lo dio el teniente B.F; y tuvo suerte, pero cuando otro quiso hacer lo mismo ya no pudo, porque le observaban. En medio del horror de todo lo ocurrido, tenía yo al menos la satisfacción de haber salvado la vida a uno, que se guió por lo que yo hice.
Anotaron los nombres de aquellos que no habían dado el paso adelante, y el grupo de milicianos se trasladó a las oficinas de la cárcel, donde establecieron siete tribunales ilegales para sentenciarnos. Bajábamos, en cada ocasión, veinte para cada tribunal. El mío lo formaban un robusto joven que llevaba un jersey gris y una jovencita que, según dijeron algunos, se llamaba N.M., y era mecanógrafa de la Dirección General de Seguridad. Estaba sentada frente a una máquina de escribir, pero no la usaba y el joven estaba también sentado, con una mesa delante. Éste me hizo las siguientes preguntas (aún las estoy oyendo): “Siéntate” (todo ello con gran grosería). Me senté a la mesa y me apoyé en ella. “No, sin apoyarte.” “¡Cuánto tiempo has estado afiliado a la Falange?” “¿Qué hiciste en octubre de 1934?” (durante el “levantamiento social comunista de Asturias”) “¿Cuántos periódicos vendiste entonces por la calle? (durante la huelga de la prensa de derechas). “¿Cuántos años tienes?” “¿Cuál es tu oficio?” “¿Estás diciendo la verdad?” “¿Qué quieres, jurar o prometer?” “¿Eres cristiano?” “¿Qué es lo que harías si te dejáramos en libertad?” “¿Cuándo te cogieron preso?” “¿Qué harías si te dejáramos en libertad y vieras a la República amenazada por los fascistas?” “¡Ah!, ¿no la defenderías?” “¿Quién responde por ti?” “¿Tu nombre?” Finalmente, se opuso a mi intento de apoyar documentalmente una de mis respuestas, de la que él dudaba. Escribió mi nombre, y junto a éste: “Evacuación”. Se confeccionaron tres listas, a saber: “Traslado a otra prisión”, “Evacuación” (?) y “Libertad”.
En la prisión de Ventas, los dormitorios estaban clasificados por profesiones; uno estaba ocupado por oficiales, otro por clérigos. A los oficiales se les planteó también la alternativa antes descrita, pero ni uno solo dio el paso adelante. A ellos, junto a todos los que no lo habían dado, los sacaron de la cárcel la noche siguiente a las dos de la madrugada, sin más trámites y sin más ropa que la de dormir. Los condujeron en camiones y con las manos atadas a la espalda al cercano cementerio principal de Madrid, situado al este de la ciudad, donde los fusilaron contra la tapia. En conjunto, corrieron esa suerte en aquella noche ciento ochenta hombres, todos procedentes de esta prisión.
El relato de mi informador continúa y lo transcribo para hacer pasar a la historia, con toda su desnudez, los hechos reales de aquella época:
Son las cinco y media de la mañana del 2 de diciembre de 1936. En la galería reina una calma absoluta, aunque no duerme nadie. De repente, se oye un ruido de llaves y dos voces. Una de ellas llama: “¡Ordenanza!”, y le dice al preso que desempeña ese cargo: “Abre las celdas de aquellos a quienes yo llame”. Llevaba once papeletas y las alumbraba con una linterna eléctrica. Daba muestras de tener mucha prisa por llevarse a la gene a la que había venido a buscar. Todo ello iba acompañado de palabrotas. Los desgraciados a quienes habían llamado salieron afuera, y con ellos un suboficial de la Policía Militar, que era el que hacía de jefe de dormitorio. Todos se portaban como valientes, porque ya preveían la suerte que les esperaba. Para ocupar el puesto del suboficial, me eligieron a mí, que resulté ser el más joven entre los jefes de la sala de la prisión, teniendo que responder de ciento un hombres, y hacer por ellos lo que buenamente podía frente a los abusos de los milicianos, al tiempo que intentaba levantar el abatimiento de mis camaradas.
¡Y además tenía que cumplir los últimos deseos y encargos de los desgraciados que partían!
¡Qué día aquel!, ¡y qué noche a la espera de que amaneciera! Y con la inesperada responsabilidad que se me había venido encima. Eran las cinco y media de la mañana del día 2 de diciembre. Llevábamos hora y media oyendo entrar a los camiones que venían a recoger más gente que el día anterior. Oigo dar vueltas a la llave en la cerradura de la verja de hierro y pasos en la galería. Una voz me llama: “¡Responsable!”. Salgo y me veo al celador de la CNT, el peor de todos, con su linterna y la papeleta amarilla en la mano para llevarse a otros diecisiete. Cojo la papeleta y me quedo sin voz al verme obligado a llamar a mis compañeros para ir al matadero. Con el pretexto de meterles prisa entro en las celdas de los que había llamado, evitando que entre el celador. Así pude hacerme cargo de sus últimos deseos y encargos; me entregaban cartas, fotos, anillos. De lo que más les costaba deshacerse era de las cartas de sus madres y de sus novias… Sin embargo, en medio de mi dolor, tenía la satisfacción de poder hacer llegar todo ello a sus familias y de ser yo quien les comunicara la suerte corrida por los suyos.
A uno de los llamados no podía levantarlo del colchón, porque era víctima de un ataque en el que había perdido el conocimiento. Aún me parece ver su mirada errante de un lado para otro, sin un punto en que fijarla: parecía la de un débil mental. Solo a mí me miraba, como si quisiera que le dijera la verdad. Le alcé un poquito, pero volvió a caer pesadamente sobre el colchón. El celador le puso su linterna ante los ojos, pero la impresión que daba era que no veía la luz. El celador estaba furioso por el retraso, pues tenían mucho interés en acabar con esa expedición antes del amanecer. Entretanto bajaron los dieciséis, y como el decimoséptimo no volvía en sí, tuve que bajar a la enfermería a llamar a un médico, también preso, que le puso debajo de la nariz no sé qué sustancia de fuerte olor. No volvió, sin embargo, en sí, pero entonces el celador, irritado al máximo, dijo que había que sacarlo, aunque fuera a rastras. Con otros tres camaradas levanté aquel cuerpo sin vida, lo vestí y lo llevé donde ya estaban reunidos los demás compañeros.
¡Qué horror! ¡Ese momento no se me olvidará en la vida! ¡En la sala de reunión de la cárcel, cuarenta hombres, mejor diría bandidos, armados con fusiles con bayoneta y uniformados con abrigos de cuero, gorros rusos y otros aditamentos de cuero, mandados por un individuo que llevaba el capote azul claro correspondiente a un oficial de Caballería, vigilaban a los desgraciados de los que anteriormente me había despedido. Pude ver que, además del jabón, la pasta de dientes, los peines, etc., les habían quitado las mantas de la cama, que eran de su propiedad, pero lo peor era la retirada de sus documentos, que junto con otros objetos habrían servido para identificarlos. Los ataron, no como otras veces, es decir, de dos en dos, codo con codo, sino individualmente, juntas las manos a la espalda, con cordeles muy finos que les hacían un daño horrible. Ni el directos ni ningún oficial de prisiones se dejaron ver en ninguna parte.
Al entrar con mi propio compañero enfermo, sin sentido, y querer llevarlo a uno de los coches, me gritó uno de los camaradas: “¿A dónde vas con él?” “Lo llevo al auto”, respondí. “No, déjalo ahí, qué pasa?” “Que le ha dado un ataque y está como un pelele, no se tiene en pie.” “¡Déjalo ahí!”, exclamó señalando el montón de mantas. Y allí lo dejé tumbado, sin sentido como antes. Recuerdo las palabras llenas de crueldad, pronunciadas por uno de esos tipos, señalándolo: “¡A éste ya no le da otro ataque!”.
Aquella mañana se llevaron en total a veintitrés. Nunca se me olvidará la despedida de esos desgraciados destinados a encararse con la muerte. Estaban convencidos de ello, pero andaban con paso firme, valientes, como si no fuera con ellos. Me abrazaban, y cuando yo caía en sus brazos, también en mí crecía un espíritu de valentía. “¡Adiós, hasta que Dios quiera!”, les decía al oído. ¡Qué dolor, sentir el ruido cada vez más lejano de los motores de esos camiones, en los que unos honorables patriotas españoles iban al encuentro de la muerte por manos asesinas!
No hay comentarios:
Publicar un comentario