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Europa en Guerra 1939-1945, Norman Davies


Inconclusiones

El patriotismo, es decir, el amor por el propio país y el orgullo por lo que ha logrado, es una emoción muy natural; y se advierte con frecuencia en la obra de muchos historiadores. En el caso de la segunda guerra mundial, aparece por todas partes en los relatos de los historiadores de las naciones vencedoras, a quienes llevan dos o tres generaciones diciéndoles que tiene que enorgullecerse de sus victorias. En principio, no hay nada que objetar, particularmente si esos historiadores tienen capacidad suficiente para distinguir los hechos imparciales del comentario patriótico. 

Pero el asunto es delicado. La crónica de los conflictos humanos, en los que se pierden muchas vidas y, a raíz del dolor, es fácil que los sentimientos se agudicen - “mi país para bien o para mal”-, y el patriotismo se confunde con facilidad con el racismo y la xenofobia. Es una regla sin excepciones que chovinistas y xenófobos se consideren patriotas sin mácula. Pero luego, si uno analiza lo que hacen y dicen, se da cuenta de que miran con desprecio a otras naciones y les niegan el respeto debido. En realidad, el auténtico patriotismo ha de ser lo suficientemente fuerte para reconocer no sólo lo que han logrado nuestros compatriotas, sino sus fracasos y locuras. Para algunas naciones, el acto de contrición es más doloroso que para otras, pero no hay nadie inmaculado -ni siquiera quienes tienen todo el derecho a considerarse víctimas- y el proceso de “aceptación” es muy largo. 

En términos generales, los historiadores suelen estar en mejor disposición de aceptar las evidencias de conducta criminal, si los propios criminales, o los que suceden a esos criminales, han sido francos y han confesado. Con relación a esto, los alemanes se han mostrado más dispuestos a reconocer y a expiar sus culpas que los japoneses y los rusos; y ése es precisamente el motivo de que a los nazis ya casi no quede quien les defienda. 

Al planear la invasión de Irak en 2003, es posible que el jefe del Pentágono comparara a su presidente con Winston Churchill y a Sadam Hussein con Hitler (en realidad, Sadam Hussein y el Partido Baaz estaban más cerca de Stalin). 

Todo lo que se puede decir es que, algún día, de algún modo, los estadounidenses perderán la supremacía y, con ella, su interpretación de la historia. Todos los posibles candidatos a hacerse con esa supremacía tienen su propia visión de la segunda guerra mundial. Los chinos, por ejemplo, recuerdan los años de la guerra como un periodo de inmenso sufrimiento infligido por el Japón imperial y lo consideran un preludio necesario a la victoria de la Revolución china. En un mundo chinocéntrico, es muy posible que Europa y el sufrimiento de Europa pierdan relevancia, que las victorias de rusos y estadounidenses pasen a ser marginales, que los militaristas japoneses, y no los nazis, encarnen a la fuerza principal del mal, que el lugar del recuerdo por excelencia sea la ciudad de Nankín, y que la gran epopeya de la pantalla de mediados del siglo XXI (si es que entonces sigue habiendo pantallas) trate de un desconocido soldado chino a quien rescatan en alguna playa desconocida hasta ese momento. 

El lenguaje y la terminología son una esfera en la que a una gran parte de la historiografía británica y estadounidense le falta precisión. Al pan hay que llamarle pan y al vino, vino, pero a veces no lo hacemos. La categoría “criminal de guerra”, por ejemplo, no hace referencia a todos los criminales de guerra. Y con el término “campo de concentración” hay que tener cuidado, porque no alude a todos los campos de concentración, sólo a los del enemigo. A los otros campos de concentración se les llama de otra manera. Asimismo, “colaboracionista” no alude a todos los colaboracionistas, es decir, a todas las personas que ayudaron a las potencias ocupantes contra su propio pueblo. En la práctica, sólo se aplica a quienes ayudaron a las fuerzas ocupantes de la Alemania nazi. Dicho de otra manera, la terminología dominante es sesgada -porque los procesos de pensamiento que subyacen a ella son sesgados-. La obsesión de los occidentales con Hitler lleva a muchas distorsiones. Cuando se emplea como sinónimo de “segunda guerra mundial”, la expresión “La guerra de Hitler” es manifiestamente equívoca. Y sin embargo, muchos occidentales irreflexivos la usan, y también los comunistas, que pretenden echarle todas las culpas a un solo hombre. Y también la usan los escasos excéntricos admiradores de Hitler, a quienes complace que el Führer ocupe el centro del escenario. 

La cuarta campaña, contra Francia -vía Bélgica y los Países Bajos-, la motivó el hecho de que las potencias occidentales le habían declarado la guerra a Alemania y, además, fue acompañada por la campaña de anexión de los tres países bálticos por parte de Stalin. Colocar todos esos acontecimientos bajo la etiqueta de “guerra de Hitler” supone, sin duda, un exceso de simplificación inadmisible. 

Nada suena más auténtico que las palabras de un soldado británico que en abril de 1945 intervino en la liberación de Belsen. “Por eso -dijo- es por lo que hemos estado luchando.” En otras palabras, pese a las dudas y las reflexiones previas, finalmente se convenció de que combatía por una causa justa. 

Cuando un político teme el auge de adversarios como el coronel Nasser o Sadam Hussein, no tarda en tacharlo de “nuevo Hitler” o de equipararlo con los “fascistas”. Si tiene, o sus aliados tienen, que hacer frente a un ataque, grande o pequeño, con sus misiles, lo compara con las V-1 y V-2 de los nazis y justifica unas represalias desproporcionadas aludiendo a la Ofensiva de Bombardeo Estratégico. 

Más pronto o más tarde, tendremos que acostumbrarnos al hecho de que el papel soviético fue enorme y el papel de los aliados occidentales respetable pero modesto. 

Lo cierto es que el Reich resistió con éxito los bombardeos y el bloqueo naval y sólo cayó cuando los aliados acometieron el asalto por tierra, al cual el Ejército Rojo realizó, con mucho, la mayor contribución. 

Los soviéticos ya habían ganado la iniciativa por su cuenta cuando la ayuda occidental empezó a llegarles en cantidades suficientes. 

Por lo demás, la idea de que los aliados occidentales habrían ganado la guerra sin la Unión Soviética prescinde por completo de la realidad. En caso de que el Ejército Rojo hubiera caído, los alemanes no habrían esperado de brazos cruzados a que Estados Unidos se reforzase y se prepara para lanzar sobre ellos una bomba atómica. De inmediato, las fuerzas armadas alemanas en su totalidad se habrían vuelto contra el Reino Unido; el desenlace de la batalla del Atlántico se habría revertido; es muy probable que los aliados occidentales hubieran perdido la base desde la que realizar una ofensiva de bombardeo; el ejército “enorme” de Estados Unidos (que no existía) no habría dispuesto de un lugar de aterrizaje seguro desde el que lanzar un ataque; y un homólogo europeo del Enola Gay no habría tenido de dónde despegar. 

En Mao de 1945, el Ejército estadounidense no había conseguido igualarse al Ejército soviético. Fue la Unión Soviética y no Estados Unidos la que libró la última fase de la guerra como la mayor potencia de Europa, fue el Ejército Rojo el que logró las victorias más aplastantes sobre la Alemania nazi, victorias que culminaron con la batalla de Berlín, y fue el comunismo soviético y no la democracia liberal el que realizó los avances más importantes. 

Quienes como por ejemplo Winston Churchill escribían sobre la segunda guerra mundial a finales de los años cuarenta, no disponían de los datos de los que luego sí hemos podido disponer. 

Los aliados occidentales no entraron en guerra para salvar a los judíos, y cuando se filtraron las primeras noticias sobre la Solución Final, la respuesta occidental fue poco menos que lamentable. 

En conjunto, por lo tanto, el argumento de que las fuerzas de la democracia “libraban una lucha buena” y “ganaron la guerra” debe observarse con una elevada dosis de escepticismo. 

Desde un punto de vista puramente militar, hay que considerar con prudencia la idea de que entre los ciudadanos libres de los Estados democráticos se encuentran los mejores soldados del mundo… Cuando se enfrentaron a las legiones nazis en Italia o Europa occidental, los ejércitos de la democracia no obtuvieron grandes resultados. Se podría argumentar que la tecnología y el poder aéreo, más que la excelencia de sus soldados, permitieron a británicos y estadounidenses competir en igualdad de condiciones. 

Las enormes flotas de bombardeo, integradas por más de mil aparatos, no podían por naturaleza reducir sus objetivos a fábricas, empalmes ferroviarios o instalaciones militares. Se las enviaba a arrasar ciudades enteras sabiendo de antemano que la mayoría de sus habitantes eran civiles inocentes. Las muertes de civiles no eran, en modo alguno, ni accidentales ni colaterales. Eran una de las consecuencias, integrales y calculadas, de operaciones desacertadas que continúan mancillando la reputación de sus autores. 

En el Reino Unido los crímenes de guerra no se consideran crímenes de guerra si no los perpetraron los alemanes o os socios de los alemanes. En Francia, y de acuerdo a la Ley Fabius-Gayssot de 1990, todo el que niegue el Holocausto o minimice su magnitud puede tener que hacer frente a penas muy graves, incluida la de cárcel. 

La verdad sobre el pasado sólo puede aflorar y consolidarse con el choque de la sabiduría y el absurdo. Se la ley prohíbe el absurdo, la sabiduría se resiente. 

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